miércoles, 1 de julio de 2009

Apuntes para leer sentado en el autobús entre la puerta 3 de San Marcos y la avenida La Molina - Primera Parte


Paulo C. Peña



I. San Marcos – Pershing.



Este último año, cuando cualquier profesor deja de hablarnos, terminada su clase, y salimos del aula en grupos pequeños, tengo la sensación de estar siendo testigo de una especie de representación, una alegoría gratuita. ¿A dónde iremos, qué haremos después, cada uno de nosotros, (benditos a la vez que malditos) estudiantes de Letras, cuando debamos salir más allá de los muros de la Ciudad Universitara? Aprovecho el poco tiempo libre para este tipo de reflexiones. Ando con cierto apuro, pues en unos minutos más deberé ir al trabajo: una librería en La Molina, al otro extremo de Lima. Me despido enseguida de los demás, pensando en el largo viaje que me espera.

Para llegar a La Molina debo tomar un autobús desde San Marcos hasta el cruce de las avenidas Javier Prado con La Molina. Sea por cuestión de tiempo, o por el humor del día, trato de evitar los conflictos con los cobradores. Si termino por rendirme con mi plástico carné de universitario, pago unos céntimos más, o de manera bastante digna, acepto la cordial invitación a bajar en el paradero más cercano.

Frecuentemente me acompaño con algunas lecturas y con un poco de música… "Universitaria-La Marina", "Pershing", "Todo Javier Prado-La Molina".

En el trayecto, si la mirada no es interrumpida por ningún obstáculo –y la conciencia no se deja apartar o atrapar por algo más–, entonces se sigue el curso normal: mirar al resto de personas, dentro del autobús, o del otro lado de la ventana. Renace esa exquisita atracción por lo ajeno, y la intuición de que siempre hay algo oculto en todas partes. La pronta presencia de un completo aparato crítico-analítico-valorativo en mi cabeza resulta inevitable.

Pero ¿y qué ocurre cuando tu mirada se refleja en un vidrio cualquiera y tú eres lo mirado? Sorprendido por el reflejo, uno se encuentra siendo parte de lo ajeno. Año tras año preparado para ver y revisar todo, menos a ti mismo. ¿Qué hacer?

Mirar resulta una actitud fundamental. Y aunque nos encontremos con un aquí y con un allá, depende tan solo de nuestra conciencia el que determinemos qué nos resulta ajeno y qué nos resulta propio. Es imposible negar la existencia del intersticio, pero podemos enfrentar el límite, cuestionándolo, y detenerse ante él o atravesarlo. Es cuestión de saber mirar. –Una noche cualquiera, cuando la pantalla de la computadora se oscurece, al activarse el protector de pantalla, podemos ver el reflejo de nuestro rostro. Y cuando estamos en el autobús mirando por alguna de sus ventanas, nuestro reflejo resulta la máscara de todo lo apartado y ajeno. –Una ventana, una pantalla son espejos insospechados de lo ajeno: sea en el tiempo, sea en el espacio… el vacío del reflejo. –La conciencia actúa como una araña tejiendo su nido. La mirada es el hilo que a cada movimiento se despliega más y más. El hambre de ideas es lo que nos deja ver si en el camino se produce una belleza de tejido o un simple hilo extendido de un lugar a otro. –¿Dónde estamos nosotros?

¿Quién es un intelectual ahora? ¿Acaso un mero observador? ¿Quién lo es, quién no lo es?: ¿El profesor universitario? ¿El periodista masivo? ¿Algún investigador-consagrado o el especialista-en-un-tema-equis? ¿Qué se supone que hace un intelectual? ¿Qué es aquello que le permite serlo? El intelectual suele ser erigido a partir de dos palabras claves: crítica y cultura. Entonces, ¿los críticos son intelectuales? ¿El ser culto es ser intelectual? Por último… ¿el ser intelectual significa ser (y hacer) algo distinto? La verdad es que no existe un patrón fijo, un modelo único, una categoría estándar, como para decidir quién o cómo es un intelectual en la actualidad. Asimismo, no podemos olvidamos del creador: el artista. ¿También podría contar como intelectual, no?

Por favor, retomemos. Crítica y cultura. El intelectual. Ahora. El intelectual podría ser identificado como la persona que elabora y consolida una idea (o un conjunto de ideas) con miras a tener algún efecto sobre su comunidad. Sea esta idea a favor o en contra del sistema que maneja la sociedad; sea para centrarse en un solo detalle de la sociedad entera; sea solo para demostrar su existencia y ya no pasar desapercibido o sentirse inútil. Puntos claves: la comunicación y la comunidad.

El intelectual tiene la posibilidad de expresar su pensamiento. No todos los ciudadanos la tienen, salvo, claro, la reducida sección que nos suelen ofrecer los medios. O tal vez, de manera más subrepticia, utilizando los blogs. El intelectual dispone, en cambio, de un espacio (sea en los medios físicos o virtuales, sea por publicaciones, sea por eventos) desde donde puede dialogar y discutir con mayor comodidad sobre los temas que le resulten pertinentes, tanto a él como a su comunidad. Una comunidad compuesta de colegas, de coetáneos y/o de contendientes; y donde el conocimiento especializado resultaría la primera base (más no la única) de toda la estructura. Y sin embargo, lo que termina por ocurrir tantas veces es que al apagarse las luces, al dejar de lado la voz impostada, los papeles de la ponencia, todas las ideas se quedan debajo de las sillas, olvidadas en el abrazo de despedida, sacudidas junto con el polvo y la pelusa de los zapatos.

Y volvemos a la duda del principio: ¿Dónde está el intelectual? ¿Cuál es su lugar y su función? Repartir el conocimiento, gestionar la información, concentrarse en problemas específicos son funciones útiles; pero la preocupación por el aspecto vital de cada sujeto, de las comunidades, es una característica latente, que —tristemente— termina languideciendo con el paso del tiempo.

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